En cierta ocasión Borges dijo “que
otros se jacten de las páginas que han escrito" a mí me
enorgullecen las que he leído”. Pues ese espíritu es el que me
alienta para comenzar esta sección para nuestro blog. No voy a
hablaros de mis mejores partidas jugadas, entre otras cosas porque
aunque fueran mis mejores engendros sobre el tablero serían
terriblemente feas, sino de mis “mejores” partidas contempladas.
O al menos una selección de ellas.
Cada dos o tres semanas
publicaremos una partida que, por algún motivo, ha producido en mí
orgullo y satisfacción al descubrirla. Cuando se dice que el ajedrez
es, amén de un juego o un deporte, un “arte” se está en
realidad hablando de la producción, a lo largo de su historia, de
ricos, bellos y emotivos momentos que perduran como clásicos en
nuestras bases de datos, como la pintura clásica descansa en las
hemerotecas o las mejores novelas en la memoria artística de los
seres humanos. Por eso ciertas jugadas, determinados planes o algunas
increíbles composiciones o combinaciones, nos producen un sutil o
abrumador goce estético y por eso determinadas partidas nos
conmueven hasta la más profundo y consiguen que nos apasionemos por
el ajedrez.
Sin más preámbulos comenzamos con la
primera partida; una joya clásica firmada por LaBourdonnais y
McDonnell en su duelo particular que mantuvieron a mediados del XIX y
en el que otro clásico, el Gambito de Dama aceptado, fue la estrella
indiscutible, junto con una Sicilia incipiente cuya teoría, como se
verá en la partida que nos ocupa, se hallaba todavía en pañales.
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